Dionisio González
ARTESANTANDER 2023
Si el viaje implica conocimiento del destino la fuga implica desconocimiento del trayecto. La fuga es improvisada. El fugitivo huye, bien de un modelo social, doméstico o relacional que ya le es adverso o bien huye por constatación de un deseo o una necesidad inaplazables. El fugitivo puede huir de la justicia. Cuando delinques la fuga es más apresurada y el lugar de destino puede estar fuera o en ti mismo, pero requiere de la invisibilización del yo anterior. En cierto modo, del disfraz, por tanto, el destino es la ocultación. El que huye buscando una transformación tampoco renuncia a la acción, para Deleuze, nada es más activo que una huida. Una huida es agotadora.
En este proyecto el artista Dionisio González reflexiona sobre la fuga y el exilio voluntario, exul en latín arcaico significa vagar, deambular. Quien se exilia, quien se fuga lo hace, siempre, de los demás. Dividido en cuatro capítulos este trabajo presenta obra y texto como unidad, de forma que cada acto de huida tiene como referencias una reflexión escrita y una imagen o conjunto de ellas que retratan la escena desde un proceder artístico.
Como punto de partida, encontramos las conclusiones filosóficas de Wittgenstein y la cabaña que construyó en Skjolden (Noruega) como preparación para un entorno de aislamiento, en consecuencia de soledad concentrada. En el segundo capítulo, se refieren reflexiones personales del propio artista sobre la pérdida y el duelo y el consecuente deseo de fuga en el entorno del Parque Nacional de Doñana. Estas experiencias se proyectan a partir de arquitecturas reducidas en entornos naturales. Para finalizar se rastrea, en los últimos relatos, la experiencia de soledad de Wittgenstein en Rosro, Connemara (Irlanda), en la embocadura del fiordo Killary y su voluntad de crear un aviario, un “Centro de Observación de las aves” en la pequeña isla de Inis Bearna.
Cuando huyes emprendes un camino hacia una situación de contingencia, dejando atrás las comodidades de lo ya establecido y conocido. Huir conlleva el riesgo de no regresar y supone un extrañamiento del mundo. Es un lance que busca ventura y puede encontrar fatalidad. La fuga es, en cualquier modo, un acontecimiento creador que desplaza al actor del flujo de la normalidad. Antonio Pau nos indica que el fugitivo tiene muchos rostros: el del acosado, el perseguido, el refugiado, el exiliado, el evadido, el prófugo. La diferencia de todas estas huidas, en relación a la fuga reflexionada, es que esta última palpita en busca de la felicidad. Cuando pensamos, por ejemplo, en la fuga de Lev Tolstói o de Wittgenstein sabemos que determinada hostilidad generó en ellos un deseo de emancipación. Motor anticipatorio de la consumación felicitaría que comprende la huida que, en ocasiones, es fuga de la técne, del progreso, de su aceleración.
A este respecto Wittgenstein responde en sus aforismos: Me es indiferente que el científico occidental típico me comprenda o me valore, ya que no comprende el espíritu con el que escribo. Nuestra civilización se caracteriza por la palabra ‘progreso’. El progreso es su forma, no una de sus cualidades, el progresar. Es típicamente constructiva. Su actividad estriba en construir un producto cada vez más complicado. Y aun la claridad esté al servicio de este fin; no es un fin en sí. Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia, es un fin en sí.
Valery era consciente de esta extrañeza, de esta humanidad rarificada, tecnificada que desencadena acontecimientos, perturbaciones, anomalías que colman los intercambios vitales. En la “Crisis del espíritu”, comparte esa visión sabiéndose parte de una generación infortunada, pues en su transcurso y en lo porvenir se verá acompañada de grandes y pavorosos acontecimientos cuya llegada hará de la misma existencia un concurso de progresos devenidos y su conformación derivará en un veredicto que modificará la economía, la política de los Estados y la vida misma.
WITTGENSTEIN ́S CABIN.
“Estoy sentado aquí, en este pequeño lugar en el interior de un bello fiordo y pensando en la detestable teoría de los tipos”
Ludwig Wittgenstein
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) bosquejó y planeó en 1914, en Noruega, la construcción de una casa de madera en una abrupta vertiente del lago Eidsvatnet en Skjolden junto al fiordo Sogne, a una milla aproximadamente del pueblo. En ese pequeño espacio, sobre un talud, Wittgenstein había encontrado la tranquilidad necesaria para trabajar de forma ascética, como un eremita, en sus estudios de lógica. Una vez determinó la localización para “emboscarse”, para desaparecer y concentrar el trabajo del pensamiento y la contemplación, construyó la casa y un pequeño embarcadero. Para acceder a ella había que atravesar en barca el lago o caminar sobre el hielo en los meses de invierno. Fue construida sobre una plataforma de piedra, propia a la arquitectura vernácula y en madera, con troncos horizontales, el tejado de pizarra y las habitaciones a distintas alturas con una de sus fachadas asimétrica.
La primera guerra mundial interrumpió la vuelta a Noruega de Wittgenstein hasta 1921, su última visita a Skjolden se produjo en las vacaciones de septiembre de 1950, estando ya convaleciente y afectado por un cáncer de próstata. Allí estudió, con su amigo Ben Richards, los Fundamentos de aritmética de Frege. Tenía pensado retornar y compró un pasaje en un vapor que debía desatracar y partir de Newcastle a Bergen en diciembre, pero, para entonces, estaba demasiado debilitado para emprender el viaje. Como decía Heidegger sólo somos capaces de habitar desde el desarraigo.
Este construir desde el apartamiento con la finalidad del estudio y la observación es la forma en que Wittgenstein buscaba el sentimiento de la fuga del mundo, del desvío hacia algún sitio-otra-manera, ningún-lugar-nadie. Es un constructo aparencial, una extensión abertal en medio del espacio ilimitado y el frío analgésico. La fuga cristaliza a través del crudo invierno, a través de los paisajes nevados y el aire limpio y cortante. El viaje que se emprende, literal o simbólico, es, a menudo, entre cordilleras y frentes de nubes admonitorias que apenas se disgregan, como cortinas rasgadas, entre las cimas rocosas. Solo el invierno, estación que indica el aquilón, el extremo virgen y blanco del norte, donde la nieve estera la tierra y los animales hibernan, indica al fugado porque ladera puede atravesar el invernizo de la soledad inflamada.
Esta serie Wittgenstein´s Cabin (La cabaña de Wittgenstein) analiza esa primera ordenación estructural de la arquitectura que es la cabaña. Sobre esta operan, aún hoy, conceptos inafectados y genuinos que la relacionan con objetos tardo-románticos que proyectan debates sobre la singularidad y la franqueza. Sobre estadios icásticos y esenciales donde se vive en un orden severo y espartano en contacto más directo con el medio natural y en relación con la subsistencia y el tiempo para la reflexión. Pero hay algo revelador y enfático en la cabaña noruega de Wittgenstein que es la confrontación, la frontalidad con el fiordo, con el agua alojada tras la acción de los glaciares.
Wittgenstein trabajaba en sus estudios de lógica en una barca a vela que gobernaba su amigo David Pinsent en el fiordo Sogne. Este hecho, este “acontecimiento” de la investigación, del aprendizaje y la memorización desde un reducido transporte acuático, que hace las veces de escritorio, me llevó a plantearme la relación de la arquitectura con el agua y de la filosofía como emprendimiento “anfibio” ¿Cómo plantearía Wittgenstein ese obrar orgánico, esa construcción arquitectónica, en un medio líquido con los recursos actuales? ¿Cómo serían las cabañas contemporáneas en escenarios difractados con ondas propagadoras, como son los fiordos noruegos? Escenario, no en el sentido de proscenio o fondo fascinador, sino como función y medio en sí mismo. Con su ductilidad y su contractilidad dependiendo de los meses del año. Con los cambios estacionarios de líquido a sólido. “Im Anfang war die Tat” (“En el principio fue la acción”) el verso de Goethe en Fausto, que Wittgenstein citó con aprobación, quizá fuera el encabezamiento, el enunciado de toda la última filosofía de Wittgenstein. Y quizá, también, el principio desde dónde afrontar el reto de la construcción de un retiro acuático. En último término el filósofo austriaco diría ¿no me inclino cada vez más a decir que la lógica no puede ser descrita? Es preciso tomar en consideración la práctica del lenguaje, entonces puede verse.
Ese puede verse es la función de esta serie. Ese recrear un mundo de posibilidades complejas, ancladas en la lógica, que se puedan concebir como reales. Prototipos para el pensamiento, habitáculos anfibios para la reflexión en su doble acepción. Pues todas estas viviendas son reflejos del mundo (el mundo para Wittgenstein son los límites del lenguaje) y, a su vez, son reflejadas sobre el espejo de las aguas que comprenden, en otra medida de espacio, ensoñación y fuga, retiro y metamorfosis.
DEJAR PARTIR.
No lograr orientarse en una ciudad aún no es gran cosa. Mas para perderse en una ciudad, al modo de aquél que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte.
Walter Benjamin.
En la madrugada del 29 de agosto de 1982 perdí a mi hermano Marcelo de 19 años a causa de un accidente de automóvil en la carretera de Gijón a Deva, en la actual Avenida del Jardín Botánico. A la altura del Campus de Gijón el coche, un Renault 12, se deslizó desde la oscuridad a la cuneta junto a una parcela verde cercada de matorral y preparada para el pasto, a escasos cien metros de la Universidad Laboral. Tiempo después fui junto a mi madre, que vivía ya en la obsesión, a revisar si se encontraba entre la espesura y la maraña del zarzal la cartera desaparecida con los documentos y fotos de mi hermano. A mediados de septiembre viajé a Sanlúcar de Barrameda a casa de mis abuelos, entonces tenía 16 años, mis padres consideraron oportuno que pasara unos días de las ya casi finalizadas vacaciones alejado de la consistencia negra del dolor, de la boira húmeda y envolvente que se adueñaba de los días.
Aún así, en esos otros días sureños, luminosos y abstractos, el mundo me parecía, entonces, un páramo entristecido. En ese estado de evitación crucé, repetidamente, en la barcaza, cada mañana (hasta el ocaso en que retornaba con la última embarcación) durante 15 días desde la playa de Sanlúcar al Coto de Doñana haciendo en soledad caminatas interminables que me levantaban ampollas en los pies. Esa fue mi primera experiencia de la fuga del mundo.
Retorné a Gijón en Octubre. Durante el curso de ese año, faltando apreciablemente a las clases de bachiller, dedicaba fugas continuadas a la Biblioteca Pública dónde leía los pocos manuales que había sobre el parque como “El Mito de Doñana” de Aquilino Duque o “Portrait of a Wilderness. The Story of the Coto Doñana Expeditions” de Guy Mountfort que nada tenían que ver con la actual y apasionante bibliografía sobre la reserva y su desarrollo histórico. Entonces mi sueño era ser guarda forestal de la mayor reserva ecológica de Europa, con 54.251 hectáreas de extensión. Perderme en aquellos ecosistemas acuáticos y terrestres. En realidad buscaba vivir en condición de sombra, vivir entre paréntesis a la espera de una ecuación de vida original, donde operar errante un espacio ilimitado, pues siempre que te exilias lo haces de los demás, perderse es más una cuestión de identidad que de geografía subrayaba Virginia Woolf.
Para Julia Kristeva nombrar el sufrimiento, exaltarlo, disecarlo en sus mínimos componentes, es sin duda, un medio de reabsorber el duelo, de complacerse en él a veces pero también de sobrepasarlo, de pasar a otro duelo menos tórrido, más y más indiferente…Sin embargo, las artes parecen indicar algunos procedimientos que eluden la complacencia y qué sin trastocar el duelo en manía, aseguran al artista y al conocedor un dominio sublimatorio sobre la Cosa Perdida.
La Cosa Perdida, el Hogar Hollado, la irrecuperabilidad de residencia en el espacio común ahora fracturado, desmembrado, herido condenablemente. Como una superstición o un estigma, como un apotegma, una máxima sostenida sobre la Ausencia de la Cosa que imposibilita el hogar en su insensata búsqueda de devoración. Y, ciertamente, fue el Arte el que me posibilitó un dominio de la escena, un conocimiento no descriptivo sino procedimental y sublimado de la pérdida.
Por entonces leí la experiencia Sanluqueña de Cecilia Bölh de Faber, que firmara como Fernán Caballero. En “Dicha y Suerte” hace una descripción exigente y detallista de los paisajes y las costumbres de la Sanlúcar de mediados del siglo XIX, y se refiere, de esta forma, a la reserva natural: Si hubiésemos sido el arquitecto que labró en este coto el palacio que existe y en el que en el año de 1624 obsequió el duque de Medina-Sidonia tan regiamente al rey Felipe IV, hubiésemos dado a este palacio la forma más apropiada a su situación, que hubiera sido la del arca de Noé. En aquel coto, que quizá como ninguno otro paraje de Europa nos representa la naturaleza en su primitivo estado, bello, inculto y despoblado, pueden figurar propiamente el papel de Noé, los guardas puestos allí por los duques y cuyos cargos se suelen heredar de padres a hijos.
De repente, con 16 años, comencé a prever una arquitectura de la soledad, a argumentar como un edificio que fuera Centro de Observación podría definir tal arca de Noé, cómo comprender el duelo y limitar el impacto edilicio en el parque. Porque lo que entendía entonces y urge ahora es restablecimiento y regeneración ecológica, no sostenibilidad, puesto que la herida ya está abierta. Nunca llevé a cabo ese proyecto, apenas escribí algunas ideas compromisorias y esbocé unos pocos dibujos sobre papel. Cuatro décadas después, con la conservación del parque en crispado debate internacional, bien podrían ser estas pautas aquellas que en su momento ideara.
EL AVIARIO DE WITTGENSTEIN.
En las colinas más altas repta la niebla entre los riscos y el retamal y lo que, en principio, es opacidad rezagada o retenida da paso al panorama cuando se desciende. Aparece entonces el paisaje atravesado por una línea de agua desigual y anfractuosa. El fiordo de Killary serpentea entre los valles y se disuelve en la embocadura del mar y el horizonte. Las lomas cencidas y oscilantes, como hastiales perspectivos contra el mar, muestran tonos verdes, ocres y, en esta estación, amarillos vibrantes. El viento es intenso, autoritario. Los árboles no crecen ante este rigor intemperante y abstracto cuyo empuje termina por cobrar presencia en el paisaje. En cierto modo, toda la extensión no es sino un cuerpo desnudo, desplegado y erizado por el frío. Ya en la orilla se distinguen los acantilados de Mweelrea a 817 metros sobre el nivel del mar mientras el viento continúa desplazando la vellosidad sobre el cadáver rocoso. Esa serosa mancha verde, ese lanugo aislante del campo que vira lleno de matices entre cañones y vaguadas huele a tierra mojada. Caminar sobre este pelo sucinto y alfombrado, sobre esta humedad, sobre este lodo que modela la lluvia y escuchar la batería de los pasos propios a través del rumor sordo del ambiente en soledad es un acontecimiento sensorial. El advenimiento de aquello que aún no pudiendo procesar en su justa medida está lleno de promesas.
Witgenstein llegó a Irlanda en Noviembre de 1947, tras abandonar la docencia y su Cátedra en el Trinity College de Cambridge, dispuesto a centrarse en soledad en la escritura. Ya había estado en Coleraine antes de la primera Guerra Mundial y posteriormente, en el entonces Estado Libre Irlandés, en la década de los años 30, allí se encontraba, también, en marzo de 1938 cuando Alemania anexó Austria durante el Anschluss. En esta última estancia en Irlanda, Viena estaba ocupada por los rusos y la casa construida por Ludwig en 1928 para su hermana Gretl situada en Parkgasse 18, conocida como la Casa Stonborough, se encontraba en manos del ejército de ocupación ruso habilitada como cuarteles y cuadras.
Las primeras semanas en Dublín se hospedó en el Ross´s Hotel. Más tarde, urgido por el trabajo, buscaría mayor tranquilidad en una granja de Red Cross, en County Wicklow. Finalmente, tras un episodio depresivo, Drury le animó a que fuera a la casa de campo de su hermano en la costa occidental a diez horas en coche desde Dublín. La vivienda se encontraba vacía en aquellos momentos y allí hallaría el silencio y la quietud que anhelaba. Wittgenstein había visitado anteriormente en 1934 con Maurice Drury y Francis Skinner la casa de Rosro en Connemara, situada frente al mar en la embocadura del puerto de Killary rodeada de campiña y de los picos aristados, como apófisis vertebrales, de Las Doce Agujas. La casa que había sido estación de guardacostas había prescrito y caído en el abandono tras la Primera Guerra Mundial. La construcción comprada por Miles, el hermano de Maurice Drury, era ahora casa de recreo y aún con unas pocas granjas vecinales se encontraba alejada muchas millas de cualquier comodidad y comunidad.
Richard Wall refiere en su libro “Wittgenstein in Ireland” una entrevista en 1989 con Mr. Mortimer, constructor de barcos de 78 años y vecino del filósofo en Rosro durante la estancia de éste. Era un loco afirmó el lugareño. A lo que Wall le inquirió sobre cuál era el comportamiento de Wittgenstein para que aseverara este hecho. El señor Mortimer uniformado con una vestimenta ajada y grasienta le comentó con mirada traviesa.
Pasaba horas mirando pájaros; en una diminuta isla frente a la costa, quería construirse una cabaña; no le importaba mucho la comida ni las mujeres, usaba botas Wellington los siete días de la semana y no parecía un profesor en absoluto. Bueno, y además de eso, tuve una discusión con él porque quería que le dispararan a nuestro perro; los ladridos nocturnos, que ahuyentaban a los zorros de las ovejas que vagaban libremente, lo trastornaban y perturbaban su trabajo en soledad.
El Sr. Mortimer, insistió en que Wittgenstein mostró un enorme interés en la gran variedad de aves marinas. La observación de las aves sacaba a éste de su ensimismamiento, ocupado e interesado en generar el registro de las distintas especies locales por su taxonomía a partir del discernimiento. Este incluía pautas criteriales como la ascendencia y filiación según el plumaje o el timbre de su canto. Con esta finalidad el filósofo solicitó a Maurice Drury guías ilustradas de aves para poder identificar aquellas que concurrían en Rosro y sus alrededores. Pronto su obcecación llegó a un punto de pertenencia y, por extensión, de “familiaridad” con algo. De modo que adiestró y adoctrinó petirrojos y pinzones que se acercaban confiados a la ventana de su cocina e incluso se dejaban poner las manos mientras comían. Los alimentaba y, en una ocasión, cuando un pájaro herido bajó a su jardín, le entablilló el ala rota y lo cuidó hasta que pudo valerse por sí mismo de nuevo. Se dice que habló con los pájaros, presumiblemente en alemán, ya que sus palabras sonaban extrañas para los oídos de sus vecinos. Hoy se sabe que la convivencia multisensorial con las aves ayuda a las personas con problemas de depresión. Este descubrimiento, que aviva un encuentro especista, es connivente con un pensamiento ecoambiental y con políticas saludables de rehabilitación mental en entornos silvestres. Sin duda, esta actividad centrada en la contemplación pudo ayudar a la estabilidad anímica de Wittgenstein. Está atestiguado que Wittgenstein quería construir una cabaña en una pequeña isla frente a la costa, Inis Bearna, para poder observar con mayor facilidad, en un territorio reducido y “atmosférico”, a alcatraces, frailecillos, ostreros y varias especies de gaviotas. En la parte final de sus “Investigaciones filosóficas” escribe: La descripción de una atmósfera es una aplicación especial del lenguaje, para finalidades especiales. ((Interpretar el “comprender” como una atmósfera; como acto mental. A todo se le puede añadir artificialmente una atmósfera. “Un carácter indescriptible”.))
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