DEJAR PARTIR

Dionisio González

Fundación Osborne – Casa de Indias – DiGallery

27.07.23 – 29.09.23

DEJAR PARTIR.

 

No lograr orientarse en una ciudad aún no es gran cosa. Mas para perderse en una ciudad, al modo de aquél que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte. 

Walter Benjamin.

 

En la madrugada del 29 de agosto de 1982 perdí a mi hermano Marcelo de 19 años a causa de un accidente de automóvil en la carretera de Gijón a Deva, en la actual Avenida del Jardín Botánico. A la altura del Campus de Gijón el coche, un Renault 12, se deslizó desde la oscuridad a la cuneta junto a una parcela verde cercada de matorral y preparada para el pasto, a escasos cien metros de la Universidad Laboral. Tiempo después fui junto a mi madre, que vivía ya en la obsesión, a revisar si se encontraba entre la espesura y la maraña del zarzal la cartera desaparecida con los documentos y fotos de mi hermano. A mediados de septiembre viajé a Sanlúcar de Barrameda a casa de mis abuelos, entonces tenía 16 años, mis padres consideraron oportuno que pasara unos días de las ya casi finalizadas vacaciones alejado de la consistencia negra del dolor, de la boira húmeda y envolvente que se adueñaba de los días. 

 

Aún así, en esos otros días sureños, luminosos y abstractos, el mundo me parecía, entonces, un páramo entristecido. En ese estado de evitación crucé, repetidamente, en la barcaza, cada mañana (hasta el ocaso en que retornaba con la última embarcación) durante 15 días desde la playa de Sanlúcar al Coto de Doñana haciendo en soledad caminatas interminables que me levantaban ampollas en los pies. Esa fue mi primera experiencia de la fuga del mundo.

 

Retorné a Gijón en Octubre. Durante el curso de ese año, faltando apreciablemente a las clases de bachiller, dedicaba fugas continuadas a la Biblioteca Pública dónde leía los pocos manuales que había sobre el parque como “El Mito de Doñana” de Aquilino Duque o “Portrait of a Wilderness. The Story of the Coto Doñana Expeditions” de Guy Mountfort que nada tenían que ver con la actual y apasionante bibliografía sobre la reserva y su desarrollo histórico. Entonces mi sueño era ser guarda forestal de  la mayor reserva ecológica de Europa, con 54.251 hectáreas de extensión. Perderme en aquellos ecosistemas acuáticos y terrestres. En realidad buscaba vivir en condición de sombra, vivir entre paréntesis a la espera de una ecuación de vida original, donde operar errante un espacio ilimitado, pues siempre que te exilias lo haces de los demás, perderse es más una cuestión de identidad que de geografía subrayaba Virginia Woolf.

 

Para Julia Kristeva nombrar el sufrimiento, exaltarlo, disecarlo en sus mínimos componentes, es sin duda, un medio de reabsorber el duelo, de complacerse en él a veces pero también de sobrepasarlo, de pasar a otro duelo menos tórrido, más y más indiferente…Sin embargo, las artes parecen indicar algunos procedimientos que eluden la complacencia y qué sin trastocar el duelo en manía, aseguran al artista y al conocedor un dominio sublimatorio sobre la Cosa Perdida.

 

La Cosa Perdida, el Hogar Hollado, la irrecuperabilidad de residencia en el espacio común ahora fracturado, desmembrado, herido condenablemente. Como una superstición o un estigma, como un apotegma, una máxima sostenida sobre la Ausencia de la Cosa que imposibilita el hogar en su insensata búsqueda de devoración. Y, ciertamente, fue el Arte el que me posibilitó un dominio de la escena, un conocimiento no descriptivo sino procedimental y sublimado de la pérdida.

 

Por entonces leí la experiencia Sanluqueña de Cecilia Bölh de Faber, que firmara como Fernán Caballero. En “Dicha y Suerte” hace una descripción exigente y detallista de los paisajes y las costumbres de la Sanlúcar de mediados del siglo XIX, y se refiere, de esta forma, a la reserva natural: Si hubiésemos sido el arquitecto que labró en este coto el palacio que existe y en el que en el año de 1624 obsequió el duque de Medina-Sidonia tan regiamente al rey Felipe IV, hubiésemos dado a este palacio la forma más apropiada a su situación, que hubiera sido la del arca de Noé. En aquel coto, que quizá como ninguno otro paraje de Europa nos representa la naturaleza en su primitivo estado, bello, inculto y despoblado, pueden figurar propiamente el papel de Noé, los guardas puestos allí por los duques y cuyos cargos se suelen heredar de padres a hijos.

 

De repente, con 16 años, comencé a prever una arquitectura de la soledad, a argumentar como un edificio que fuera Centro de Observación podría definir tal arca de Noé, cómo comprender el duelo y limitar el impacto edilicio en el parque. Porque lo que entendía entonces y urge ahora es restablecimiento y regeneración ecológica, no sostenibilidad, puesto que la herida ya está abierta. Nunca llevé a cabo ese proyecto, apenas escribí algunas ideas compromisorias y esbocé unos pocos dibujos sobre papel. Cuatro décadas después, con la conservación del parque en crispado debate internacional, bien podrían ser estas pautas aquellas que en su momento ideara. 

OBRAS

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