Sigue el flagelo de la luz, que cansa, que quema, que seca. Siguen el viento y el zum-zum de las olas, el zum-zum de los mares y truenos. Braman los verdes del agua mientras atraviesas estaciones y puntos cardinales: norte, sursuroeste, noreste, sur. En los bordes de las costas ves cómo crecen los puertos y los astilleros y los muelles, son manchas de luces y de ellas se desprenden otros como tú, tu familia de restos huérfanos. Hay decenas, hay centenares, se unen a ti, a la gran migración de los restos, los despojos, las reliquias.
Ves maniobrar a las naves de recreo y barcas de pesca, sus luces bailando en la oscuridad. Quieres hacer piruetas como las suyas, cabriolear con la gracia de los veleros y las lanchas, librarte de tus ataduras; quieres ser más que esto que eres. Pero cuando intentas replicar sus movimientos, descubres que no eres capaz. Tu cuerpo es preso de la marea, del vaivén, del venivá.
Cruzas piélagos, borrascas, galernas y cuerpos celestes. Te enredas en marañas de sargazos que huelen como intestinos, las algas te abrazan y se suben a tu chepa, te crecen moluscos sobre llagas oxidadas. Chocas contra pilares de hormigón, te embisten naves de acero, haces CHOF, CRAS, PLOF, y varas en un arrecife; te astillas, te oxidas, te pudres y deshaces en mil pedazos. Tu forma cede, pero la médula aguanta.
Se desgasta el tiempo, también. Eso es un consuelo, pensar que igual hay algo allí, al otro lado de la cáscara pelada del tiempo. Que tu meta queda sólo un poco más allá, justo detrás de ese horizonte, no, del siguiente, bueno, sólo uno más. Cualquier horizonte podría ser el último horizonte, o el primero, en realidad. Es mejor no darle demasiadas vueltas.
Pero las das. ¿Qué ibas a hacer, si no? Das vueltas y vueltas; vueltas sin parar. Algunos marinos te avistan de lejos. Te confunden con un espejismo, un tesoro o un mal presagio. Ves cómo te miran, cómo se santiguan con manos arrugadas y se encomiendan a las patronas del mar.
Has soñado con manos como esas. Un par de manos rugosas que te alzan para verte brillar bajo el sol. Sueñas siempre. Con ese momento en que acabe la marcha, el limbo, el mecerse sin fin. Y a veces desesperas, claro. Porque parece que nunca llega, que no acaba esta pegajosa tregua que nadie recuerda cuándo empezó, porque no hay memoria donde quepa tanta deriva.
Pero acabará. Tiene que acabar, sí, lo intuyes. Te lo dice tu tripa llena de sal. Te lo dicen los atunes con su diminuta boca de beso: en algún momento, necesariamente, esto acabará. Y cuando llegue ese día, tú, irreconocible, tocarás tierra firme. Te acurrucarás en tu nicho de arena, tu reposo final, y seguirás esperando a las manos, a la vida que viene, que empieza otra vez; otro final y otro principio, otra nueva función.
Hasta entonces, no hay por qué impacientarse. Sólo faltan diez o quince mares para llegar.
Luis de Pedro. Enero de 2022