Manuel M. Romero. La pintura que acontece
John Berger señaló en un bellísimo texto[i] que la imagen pictórica siempre niega el tiempo en sí misma. Una afirmación que se sustentaba en la división establecida en 1766 por Lessing[ii] entre las artes del espacio y las artes del tiempo, y que será a su vez retomada por figuras esenciales del discurso de la modernidad, de Clement Greenberg[iii] a Michael Fried[iv]. El tiempo era, en definitiva, propio de la música o de la literatura; la experiencia estética de la pintura, en cambio, se desarrollaba en el espacio y ajena a cualquier devenir temporal.
“La pintura de Manuel M. Romero se mueve en un corto espectro cromático, donde la tonalidad del soporte entra en batalla con el negro de la pincelada.”
Los actuales procesos de globalización y de virtualización han impuesto una cronología universal que prefigura una «forma inédita de tiranía»[v]y que nos sumerge en el «hiperconsumo que se obsesiona por novedades cada vez más efímeras»[vi]. Manuel M. Romero (Sevilla, 1993) pertenece a una generación que ha crecido sometida a este tiempo hegemónico, capitalista y acelerado. Su pintura se construye, sin embargo, como un lúcido ejercicio de resistencia al entusiasta lema del «no hay tiempo que perder». Para el sevillano, el tiempo es precisamente el lugar idóneo donde extraviarse. Dentro de su taller se auto impone un ejercicio de desaceleración del caótico ritmo que define nuestro presente. Su toma de decisiones siempre pasa por reflexiones amparadas en la operatividad de la duda, entendida ésta como multiplicación de posibilidades. Sus dibujos y pinturas nos hablan acerca de su propio acontecer y de la (im)posibilidad de representar el desglose temporal de su proceso.
Esta operación depende, en gran medida, de la supervivencia de aquellas huellas que articulan la memoria del acto creativo: manchas imprevistas, soportes reutilizados o pliegues generados por la manipulación de los materiales. Se trata de una «pintura con notas a pie de página»[vii]donde el azar, tal y como planteara André Breton, es sometido a la objetivación[viii]. El lienzo o el papel no son meros soportes para la representación de una idea, sino las páginas donde Manuel M. Romero narra sus modos de dialogar con la materia. Dentro de estas coordenadas adquieren especial relevancia los residuos, que actúan como índices de su propia acción corporal: a ello responden las virutas que el artista ha desplegado, en anteriores citas, por el suelo de la sala de exposiciones. Una poética del objecttrouvé que también le ha llevado a incorporar, en una de sus pinturas más recientes, un fragmento de lija desgastada.
La pintura de Manuel M. Romero se mueve en un corto espectro cromático, donde la tonalidad del soporte entra en batalla con el negro de la pincelada. La extrema depuración de los elementos gráficos sitúa su trabajo lejos de cualquier atajo decorativo. Su discurso responde a una síntesis de la imagen que entronca con un determinado canon moderno, cuyos hitos nos llevan desde el cuadro negro de Malevich hasta las Black Paintings de Frank Stella. Unas obras que comparten lo que Michel Fried denominó «estructura deductiva», en la que la organización interna del cuadro tiene su explicación en la forma y en las proporciones del soporte. Un orden compositivo que también es escrutado por Manuel M. Romero, cuyas manchas y trazos se desarrollan en una profunda relación con la unidad formal en la que se encajan. El sevillano se asoma con lucidez a este legado de la abstracción radical pero no se somete a su escrupuloso reduccionismo. Por el contrario, decide «tirar la escalera después de haber subido», por decirlo con palabras de Wittgenstein, y emprender un camino que incorpore también lo insólito, el hallazgo, el descubrimiento y el encuentro. Y es en esta tensión entre lo meditado y lo imprevisto donde localizamos los momentos más brillantes de su exquisita producción pictórica.
Carlos Delgado Mayordomo
Crítico de arte
[i]«La singularidad de la experiencia de mirar repetidamente un cuadro −durante un periodo de días o de años− es que, en medio de esa corriente, la imagen permanece intacta […] La misma jarra vertiendo siempre la misma leche, el mar con las mismas olas que nunca llegan a romper, la cara y la sonrisa invariable» (BERGER, John. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Madrid, Ardora, 1997, p. 39).
[ii] LESSING, G. H. Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía. Barcelona, Herder, 2014.
[iii] GREENBERG, C. Arte y cultura. Barcelona, Paidós, 2002.
[iv] FRIED, M. Arte y objetualidad. Madrid, Antonio Machado, 2004.
[v] VIRILIO, P. «Velocidad e información. ¡Alarma en el ciberespacio!», artículo aparecido en Le monde diplomátique en agosto de 1995. Disponible en: https://www.infoamerica.org/teoria_textos/virilio95.pdf [Consultado: mayo de 2019]
[vi] FONTCUBERTA, J. La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía. Barcelona, Gutenberg, 2016, p. 22.
[vii] BARRO, D. «Manuel M. Romero. Conjugar el vacío». En Manuel M. Romero. En el cero de la forma. Sevilla, Sala Santa Inés, 2007, p. 9.
[viii] «Breton describe el azar objetivo como el punto de cruce de dos cadenas causales, la primera subjetiva, interior a la psique humana, y la segunda objetiva, una función de hechos del mundo real. En esta conjunción, tan aparentemente no preparada para ello, se descubre que en cada lado había en marcha una suerte de determinismo. En el lado de lo real, el sujeto parece haber sido esperado, ya que lo que el mundo profiere en este momento es un “signo” dirigido específicamente a él o ella. Mientras en el lado del sujeto, hay un deseo inconsciente que lo impulsa sin querer hacia este signo, incluso construyéndolo como tal, y permitiendo que el signo sea descifrado a posteriori» (FOSTER, H., KRAUSS, R., BOIS, Y., y BUCHLOH, B. Arte desde 1900. Modernidad. Antimodernidad. Posmodernidad. Madrid, Akal, 2006, p. 192).