LOS MANANTIALES CANTAN

DUO SHOW. ROSA AGUILAR Y AGUS DÍAZ VÁZQUEZ

15.02.24 - 06.04.24

En su poema Manantial (1921), Federico García Lorca se sumerge en los entresijos poéticos del agua, y de este modo enuncia “Pero el negro secreto de la noche/y el del agua/ ¿son misterios tan sólo para el ojo/ de la conciencia humana?”. El poeta granadino siempre persiguió aprehender y plasmar, desde una intuición privilegiada, la totalidad lírica de la naturaleza. Dicho afán le condujo a crear sus célebres metáforas volitivas, esto es, cuando las cosas y los seres quieren ser otros en un anhelo de totalidad existencial. Pero este tipo de metáfora es especialmente hiriente en la obra de Lorca porque se trata de una voluntad imposible, las cosas y los seres quieren ser lo que no son y nunca podrán ser. Y es en esta limitación en la que nos hallamos: la estrella, la luna o el chopo revelan nuestras frustraciones, miedos y deseos más oscuros. Al fin y al cabo, el agua fue el primer espejo en el que nos miramos.

 

Rosa Aguilar y Agustín Díaz Vázquez acuden al manantial a escucharlo cantar y, como Lorca, no logran descifrar su misterio, así que cada uno emprende una exploración pictórica que persigue desentrañar sus secretos y que, inevitablemente, desvela las construcciones iconográficas que los urbanitas (casi todos los que vivimos alejados del mundo rural) hemos elaborado y proyectado históricamente en torno a la naturaleza y sus elementos.

 

Ambos creadores inventan una naturaleza que es espacio de protección primitivo para el ser humano, un lugar idealizado, amable, un locus amoeus en el que brota nuestro fondo animal. No existe confrontación con ésta, no es amenazante ni sublime sino, más bien, una suerte de ensoñación naif: el verdor blanquecino del campo en Aguilar o la espesura selvática en Díaz Vázquez son estampas que, hoy día, echamos en falta. Hablan, eso sí, de lo que fue la naturaleza en otro tiempo: un paisaje nutrido y pausado. Un paisaje perdido, al fin y al cabo, pero que ellos rescatan para nosotros.

 

La pintura de Rosa Aguilar se sitúa entre el mito y el logos. Así, algunas de sus obras están protagonizadas por elementos que vinculan naturaleza y matemáticas como la espiral del caracol (el célebre número áureo descrito por los Pitagóricos), o los fractales, patrones de crecimiento visibles en las hojas de las plantas. Sus escenas nos trasladan a una reflexión filosófica antigua que se pregunta sobre el “arjé” o principio de las cosas. La mano que se sumerge en el agua y observa su fluir, bien podría ser la del mismo Thales de Mileto, quien encontró en este elemento el origen del universo. Conviven con estas referencias más cercanas a lo científico, escenas de ninfas que ordenan su cabello con peines marinos, y de esta manera, la naturaleza de Aguilar no es producto solo del estudio humano, sino también de una narración ficticia que en su momento dio sentido a nuestra existencia.

 

Desde el conocimiento ancestral nos desplazamos al conocimiento experiencial. El refugio natural que Agustín Díaz Vázquez recrea en sus pinturas resulta cercano a la “Joie de Vivre” de Matisse: en una arcadia selvática, sus personajes cabalgan libremente, reposan sobre la arena o alimentan a los pájaros con pequeños frutos. El pintor nos invita a disfrutar de una naturaleza primitiva y, en cierta manera, extinta. Los seres humanos son en este entorno como el buen salvaje, individuos no civilizados, desinteresados, pacíficos y tranquilos que viven alejados de la codicia, la ansiedad y la violencia urbana. “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”, enunciaría Rousseau. Estos individuos selváticos disfrutan desnudos y en comunión con el mundo animal y vegetal, pues solo la desnudez manifiesta la verdad material del ser humano (como desnudo está el zorro o la palmera).

 

Resulta imposible observar el diálogo pictórico entre Rosa Aguilar y Agustín Díaz Vázquez sin sentir cierta añoranza y culpa. Pienso en esa naturaleza perdida que, verano a verano, es pasto de las llamas, o en esa frondosidad amazónica que hoy día es una calva en el corazón de Brasil. ¿Volverá a conocer el ser humano la naturaleza preindustrial que nos ofrecía aire limpio y recursos generosamente? La pintura de Aguilar y Díaz Vázquez es objetivamente bella en su forma, su color y sencillez, sin embargo, resulta un eco o un lamento de aquello que tuvimos y no supimos cuidar. Como tristemente ocurre en las metáforas lorquianas, las cosas que ellos representan quieren ser lo que no son y nunca podrán ser.

 

Regina Pérez

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