DIONISIO GONZÁLEZ
21.05 - 12.10.2025
OTRA TAXONOMÍA DE LAS NUBES:
En los inicios del siglo XIX en medio de la asofía celeste (este concepto en filosofía se define como falta de conocimiento, reacción y actuación desde los instintos; conocimiento que proviene de nuestros pensamientos con relación a un objeto y sujeto, que no siendo la realidad en sí es algo aproximado) algunos hombres olvidados, nescientes pero observadores alzaron en Europa, por primera vez, sus ojos con pretensión científica hacia el cielo.
Entonces las nubes, hidrometeoros visibles, no estaban nominadas, no había una clasificación de éstas, ni una rama de la meteorología que estudiara el movimiento y el estado de las mismas, esa ciencia sería la nefología. Es cierto que siempre se contemplaron las nubes, su dimensión y su espectral dramatismo, Leonardo da Vinci las definió como cuerpos sin superficie, pero el hombre miraba sobre sus cabeza, únicamente con perplejidad y devoción. El inglés Luke Howard fue el primero de estos hombres que mirando al cielo argumentó una clasificación de las nubes que aún continúa vigente. El boticario londinense habló por primera vez de las masas densas u opacas de vapor acuoso suspendidas en la atmósfera ante una audiencia en diciembre de 1802, en una sala en Lombard street, durante una conferencia para la Sociedad Ascética, que a su vez era una pequeña sociedad científica, a la cual pertenecía. Así determinó las tres principales categorías de nubes: cúmulus, stratus y cirrus y sus transiciones, es decir, sus clasificaciones e interludios: como las cirrostratus y stratocumulus. Howard registró igualmente al nimbus, nube de lluvia y su tipo-mixto cumulus-cirrus-stratus. Pronto la conferencia será editada y publicada como un pequeño libro ilustrado con dibujos: “Sobre lA Modificación de las nubes”.
En 1815 el duque Carlos Augusto de Weimar que tenía a Goethe como interlocutor en materia de ciencias naturales, le nombra ministro de gobierno supervisor general de las instituciones para el Gran Ducado. Fue el mismo Carlos Augusto quién provocó que Goethe reparara en el libro ya traducido al alemán de Luke Howard. En la década de 1820 se instalarían estaciones meteorológicas por todo el territorio del Gran Ducado una red de mediciones cuya finalidad era obtener previsiones atmosféricas a partir de una observación sistemática. Es de nuevo el duque Carlos Augusto el que encarga a Goethe la redacción de instrucciones específicas para los meteorólogos encargados del empleo y mantenimiento de los observatorios. Entre los múltiples escritos destaca, por encima de todos, el breve ensayo titulado Camarupa, nombre de la diosa indígena que se divierte en hacer mutar las cosas visibles, en el que presenta una síntesis, con ciertas modificaciones, de la clasificación llevada a cabo por Howard.
Los estudios meteorológicos han avanzado de forma ostensible, pero estos pioneros, que en el siglo XIX aprovechando las enseñanzas taxonómicas del botánico y científico naturalista Carlos Linneo miraron hacia el cielo: Jean-Baptiste de Lamarck, Luke Howard, Johann Wolfgang vonGoethe, Ralph Abercromby, Ivan Simonov, posibilitaron categorías formales y clasificatorias que habrían de determinar previsiones para la navegación, los regadíos, la guerra. Los conflictos bélicos derivarán y conformarán otro tipo de nube, una nube pavorosa nunca antes vista e inventariada, jamás imaginada, nube como acabamiento, cataclismo y depredación.
A imagen del oleaje atareado,
Que vive en un hincharse y un lanzarse,
Ondea también el gran mar de los hombres:
Ya en triunfo de virtudes,
Ya en guerra que deprava,
Siempre es grande, es sublime, es prodigioso.
Seamos como el cielo y contemplemos también con ojos claros y solares,
El furioso tumulto de los siglos.
Wilhelm Heinrich Wackenroder
FAUSTO EN LAS NUBES
Este apartado recorre algunos ejemplos de las nubes en la pintura del S.XIX, (durante el Romanticismo alemán, inglés y noruego) y exponentes del siglo XX. Caspar David Fiedrich, William Turner, John Constable, Louis Bevalet, Peder Balke, Magritte y un precedente como Jacob van Ruisdale. Las nubes atraviesan toda la historia del arte. A partir de 1920 Alfred Stieglitz, durante el transcurso de ocho años, creó unas 350 imágenes de nubes producidas, en gran parte, como impresiones de contacto sobre una base de gelatina de plata. Llamó a estas fotografías “Equivalentes”. Más que describir las superficies visibles de las cosas, las obras expresaban una emoción pura, en paralelo al propio estado interior del creador. Stieglitz conjuntamente con algunos de los artistas de su círculo artístico argumentarían que el arte visual podía asumir las mismas cualidades no representativas y emocionalmente evocadoras que posee la música. Esa tonalidad, ese vigor impresionable, esa coloración que encontraban Goethe y Fiedrich frente a la postración de un mar de nubes un siglo antes, comprendían la misma turbación imperecedera que Stieglitz definía a partir de sus imágenes como elementos evocativos propios a las composiciones musicales.
Masanao Abe (1891-1966) estableció el Observatorio de Investigación de la Corriente Aérea Abe Cloud en las alturas de Gotemba en la prefectura de Shizuoka. El físico construyó un observatorio con vistas al monte Fuji y, desde este emplazamiento, a lo largo de 15 años, hasta 1942, registró las nubes que rodeaban la montaña. Le interesaba cómo se visualizaban las corrientes de aire alrededor del cono volcánico, dilucidando el proceso de formación y estacionamiento de las nubes sobre éste. Aglutinó un colosal archivo representativo de la meteorología moderna, que incluye fotografías, películas, hojas de observación y libros de datos. Durante décadas su archivo permaneció intacto en un fragilizado cobertizo de un jardín de Tokio. Atravesaremos pues, desde el medio fotográfico, como Alfred Stieglitz o Masanao Abe, algunas de esas cumbres pictóricas del siglo XIX y XX.
LA NUBE DE PAPEL: LA RETÓRICA DE LOS MISÓLOGOS.
Sin duda, a más de uno se le vendrá a la imaginación la equivalencia entre la incineración filmada del papel restallante y flamígero sobrevolando el crepúsculo advenido de Manhattan, (una sustancia untuosa, de color oscuro y olor fuerte como la brea en el espacio arquitectónico de la destrucción y la icónica gemelaridad), como el fin mismo del papel. La necrológica de su defunción, su finitud, su constricción y su anemia, la celulosa que inspiró junto a la imprenta una revolución escrituraria muriendo a manos de la digitografía y el algoritmo de la nueva revolución hipertextual. Pese a todo, pese a su ductilidad, pese a su fácil apedazar, el papel es resistente porque abastece de instrumentos que convocan las decisiones que requieren autoría redaccional y firma signataria o sello direccional.
Otra cosa son aquellos reductos de vanguardia y nihilidad que pretendían negar la escritura, por encontrarla perversa, imprecisa e impugnable: Breton, Aragon, Artaud, Apollinaire, Blanchot, Bataille, Gide, Valery. Los escritores contra la escritura, denominados “Los escritores del no” o los “Terroristas de la escritura” con la paradoja de que desarrollaron largos manuscritos y, en casos, trayectorias, escribiendo sobre el no escribir. Ideologizaron la figura de Rimbaud y su modelo de apostasía, escrupulosidad y deserción de la escritura como un espejo de renuncia al que nunca pudieron aproximarse en “rectitud”. Sus escritos sí, abjuraban de la escritura como modelización de la vida, pues consideraban que ésta se encontraba en otra parte, no refleja a la literatura, ni al lenguaje. Pero todos ellos adscritos a una ortodoxia del “lenguaje que negaba el lenguaje”, resolvieron sus vidas escribiendo sobre la negatividad de escribir: (el “cuadrado blanco sobre fondo blanco” suprematista que Malevich pintó en 1918, un año después de la revolución de octubre). Redactando la volubilidad de lo expreso y resignados a su incapacidad para reflejar lo inexpreso. Siguiendo las enseñanzas de Bartleby de Melville y su “preferiría no hacerlo” y por la ruptura estrictamente escritural que el autor austriaco Hugo von Hofmannsthal expresara a través de la ficcionada vida de Lord Chandos. Personaje que alejado de la escritura y aleccionado por la vida, recupera la proximidad de las cosas, recupera su alma que es sinónimo de psique, “soplo vital” y autoconstrucción (el sí-mismo de las cosas) que habían sido mutiladas por los conceptos.
Finalmente, el mensaje era preciso; la escritura es como una nube, un difusor, un disolvente de la realidad. Es “la nube del no saber”, (haciéndose eco de la obra más sobresaliente escrita por la escuela mística inglesa del siglo XIV en medio de la crisis de las instituciones eclesiásticas y el declive del pensamiento escolástico). Nuestra época ha visto crecer un género literario, que pese a ser incisivo, claudica en los márgenes de la justificación o la coartada. El consunto de estas tramas escritas nos dirige a la conclusión de que, pese a las apariencias de la escritura, aquellos que la accionan y conforman no son autores. Son, de algún modo, fascinadores, ilusionistas que abordando las frases sustituyen la reflexión. Más que decretar de forma categorial el no acto de la escritura, se radican en un pensamiento escrito, apenas resiliente, que se articula desde una creyente obcecación en la inoperancia. Se podría decir que estos “no autores” son, principalmente, profesionales, operarios de la resignación. Son misólogos, “razonan”, paradójicamente, en contra de la razón, no porque esta sea innecesaria, no tienen ese sesgo de ingenuidad naif, sino que concluyen que el pensamiento lógico y su expresión mediante el lenguaje no son afectos a lo real, lo circundan, lo bordean, pero no lo penetran, no adquieren la experiencia y la diversidad de lo suntuoso e innegable. Lo real circundado es una experiencia razonada de la disminución.
EL SUPERHOMBRE EN LAS NUBES.
Recordemos Hiroshima, dice Paul Virilio, crimen contra la materia más que crimen de guerra, situándonos en la dimensión de lo ocurrido, situándonos en el acontecimiento metafísico de la abstracción del poder de disipación, de volatización. Recordemos, por tanto, la cualidad de lo intangible, del poder de devastación que disuelve los cuerpos en una nada ontológica. Si aquello que vive, habita y segmenta el aire con su integridad, se desintegra, hablamos, en efecto, de un crimen contra la materia ¿Qué impulsa al ser humano a habilitar y programar a los mejores científicos e instalaciones para alcanzar el logro de la desustanciación y la volatilidad de la materia y la masa, a no acabar solo con su funcionamiento y su movilidad, con su potencial antagonismo, sino a eliminar todo residuo, toda memoria?
¿Qué pensamiento, por rapaz, por depredador que este sea, no se interesa por el resultado de sus víctimas, por la corporeidad abatida de su contendiente? La bomba no abate, no separa, ni desmiembra, la bomba suprime la existencia y cualquier vestigio de ella, pero su radiación como una pavorosa latencia, genera enfermedades que la septicemia acabará en cuestión de días. Y cuando amputa, genera muñones, socava las cuencas de los ojos y lo hace en cuestión de semanas, meses, años; pero en la destellante luz de la explosión, en su centro, en su fúngica presencia y configuración de nube, la bomba omite, oculta, silencia la vida, desmaterializa a las víctimas, las traslada a una gaseosa región de inexistencia.
El 6 de agosto de 1945, a las ocho y quince minutos de la mañana en Japón, la bomba atómica, un artefacto nuclear cargado de Uranio-235 bautizado como “Little Boy”, eliminó a ciento cuarenta mil personas en Hiroshima, un centro militar con una importante base naval localizada en la costa del Mar Interior de Seto y emplazado sobre el delta del río Ôta Gawa entre meandros y afluentes que explican su cuantioso número de puentes, diques y riberas. Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo, “parecía una lámina de sol”, refleja John Hersey, relampagueó y explosionó con un estruendo infernal, el blanco más blanco conocido, ominoso y cegador dio lugar a una nube de polvo proteiforme que, a su vez, esparció el ocaso alrededor. La nube ascendente, como un tendón del cielo, laminaba estratos de organización molecular, talófitos arrostrados al aire y a la atmósfera. Y bajo ella el día transformándose más y más oscuro, un miasma denso y aterrador entre cordilleras de humo abriéndose paso a través de partículas y fragmentos limosos. Algo barbárico e inhumano que, sin embargo, establece la pauta contemporánea de expulsar el cuerpo del guerrero de la escena. Una entidad presentativa y post-heroica que amplía el teatro de la guerra en reverberaciones fluorescentes y juegos luminosos y penetrales, donde el cuerpo de los soldados, también de sus víctimas volatizadas, están ausentes. La ingeniería de la devastación triunfa sobre los cuerpos, que son ahora periferia. Detrás de todo está la ostentación que, como toda propaganda, orienta a las personas, en palabras de Badiou, “hacia separaciones falaces”. Una prescripción tautológica que avanza el fin de la vida de la historia y establece un concierto de parajes y sujetos sitiados. Acontecimiento inaugural que diagrama un planeta pequeño de voluntades cosmoteístas y búsquedas de vida extremófilas.
PRELUDIO Y ENFERMEDAD DE LA IMAGEN
Lo remoto, cada vez se reduce más, se empequeñece por control remoto, se atenúa y decrece por insistencia, por perseverar su hábitat como reducto, por amurallar un territorio decrecido, por apuntalar el edificio en ruinas de lo imaginario. Digamos que su valor simbólico se rebaja como una autonomía del outlet, un territorio fuera de temporada, anacrónico, una comunidad debilitada y un discurso del odio abreviado y tautológico. Su repetición se singulariza por la insistencia en un discurso victimista y popular que excita e impele a civiles a sacrificar su vida en orden a una recompensa perdurable y eterna que menoscaba lo exterior. La exterioridad (Occidente) está atravesada por fuerzas maléficas, por estructuras de poder demónicas. Lo remoto impele a súbditos sectarios y aguerridos a detonar y detonarse sobre un poder, un imperio, que consideran aplicado a propósitos demoníacos, a la perversión de intereses meramente humanos y egoístas, y lo hacen en aras de supuestos mandamientos o atribuciones divinos y sagrados.
La residencia del terror es liminar, fronteriza, se fundamenta en un armamento logístico de baja escala y efectos visibles que no tendrían apenas impacto sin los medios de comunicación y la propagación de las imágenes atroces, así como con la consternación mediada y concertada por la administración del miedo. Aquí el páter es la velocidad de las transmisiones, el nutridor, el sustentador de la representatividad de las imágenes del terror. Se puede establecer que el pavor consignado y la persistencia evocativa del 11-S fueron convenidos y determinados para ser visibles, que en ese mismo momento surgió el “terrorismo de cámara”. Término acuñado por Frank Lentricchia y Jody McAulife, en 2003 “terrorism for the camera” para conceptuar los atentados contra el World Trade Center. Es en este poder autocrático de compasar la instantaneidad (cualidad divina) cuando la cámara revela su poder de sincronización con el registro violento, con el acontecimiento con el cual concuerdan espacio y tiempo. Lo acaecido atroz requiere instrucciones claras y simétricas de cómo se debe enfrentar, testimoniar, retransmitir y teleadministrar los hechos. Los instrumentos de filmación, institucionales o domésticos y lo advenido barbárico se demandan, se requieren, se interpelan y acceden a la contingencia simultáneamente convocados.
CLOUD SCAPE. LA NUBE ARQUITECTÓNICA.
A través de una larga tradición de arquitectura/membrana que recoge a través de grandes láminas y cortinas de cristal el exterior y lo introduce en el espacio doméstico, pérgolas bioclimáticas sin las interferencias, sin los inconvenientes del espacio semblante que asimila, la nube se ha ido des/envolviéndo arquitectural. La arquitectura de la nube es una construcción inconsútil, sin soldaduras nace por sublimación y se expande o se disuelve desde sí misma, a partir de una condensación de partículas y vapor de agua, procedente de la evaporización de las masas de agua terrestres. Luego emular la nube de forma constructiva requiere factores climáticos que se adhieran al ciclo del agua y que regulen la temperatura y la distribución de la energía solar. Las nubes pueden formarse principalmente por tres procesos distintos: ascenso orográfico, convección térmica o convección reportada por un frente. De tal forma que las arquitecturas de la nube se definirían como “arquitecturas convectivas”. La convección se genera originalmente a partir de materiales fluidos, de la evaporización, es decir, del paso paulatino y progresivo de un estado líquido a un estado gaseoso. La convección en sí es el transporte de calor por medio del movimiento del fluido. Una arquitectura convectiva es una arquitectura en “movimiento” que transporta “estados” que refuerzan el sabatismo, el sosiego doméstico desde un organismo-respiradero. Estructura de disipación, más traslumbrada, es decir, destellante que eclipsada, más difuminada que ocultada; es de algún modo imprescriptible, pues se organiza en función del entorno y se adapta a éste a pesar de sus permutas.
Hay escenarios contemporáneos donde la nube arquitectónica ha confluido ciertamente con la nube espectral meteorológica, con su evanescencia, con sus mutaciones, es decir, donde la arquitectura queda envuelta, disipada, difuminada por la con/formación de la nube. La vaporización del objeto, es una aspiración fenomenológica, asociada al pensamiento filosófico; la evitación o el decrecimiento, que es un término ecológico, de cómo las materialidades más insignificantes pueden con/movernos. Como lo infraleve, el objeto tautológico o por el contrario excepcional, elevan una conciencia de la cultura de la materialidad. Hay conceptos que aseveran la irrealidad; Nelson Goodman pone en escena la presencia de múltiples mundos reales conflictuales entre sí. Algunas de estas versiones, (todas válidas), del mundo se enfrentan: como el mundo científico, “objetivo y cognitivo” y el mundo artístico “subjetivo y emocional”. El filósofo estadounidense, padre de la merología (el estudio de las relaciones entre las partes) define este irrealismo como relativismo constructivo o construccionalismo. Él mismo lo articula de la siguiente forma:
El irrealismo no sostiene que todo sea irreal, o incluso que algo lo sea, pero considera que el mundo se disuelve en las versiones y que las versiones hacen mundos, proporciona una ontología evanescente y se ocupa de investigar qué convierte en correcta una versión y hace que un mundo esté bien construido.
Una arquitectura de la elusión en este sentido aparencial, es una arquitectura escrupulosa pero sin formalidad. La arquitectura cloud scape remite a un paisaje de nubes pero también a una arquitectura evadida, carece de muros que no sean estructurales y los permuta por tegumentos y secciones epiteliales, carece pues de emplazamientos que permuta por atmósferas, es una “arquitectura mucosa, no tanto viscosa como resbaladiza.
COMPUTACIÓN EN LA NUBE: LA NUEVA NOOSFERA.
La dependencia de centros de datos se estima consumirá el 20% de la electricidad mundial en los próximos años, su apetito es enorme, su almacenamiento también. Corremos el riesgo de la ilogicidad de conseguir que la nube prospere en vertedero. Los datos contabilizados, encarpetados están prescribiendo, (por hipoprosexia, es decir, por un déficit de atención, distraibilidad y labilidad ante un objetivo legitimo), la soberanía del conocimiento. Porque si la computación en la nube lo inunda todo y a todo devuelve una síntesis de ficheros que se suponen respuestas, entonces estaríamos hablando de que el usuario lábil y distraído, sin un objetivo coordinado, estaría siendo seducido por una estructura de almacenamiento de respuesta rápida, (una taquipsiquia algorítmica esquizoide que aumenta significativamente la velocidad de pensamiento, el aumento de la cantidad de palabras y datos por unidad de tiempo). Entonces cabría preguntarse por los usos de la nube, por su necesidad de repentización y la falta de entorno, que se manifiesta en el tiempo, para gestionar un análisis crítico de lo real.
En un entorno doméstico y nucleario, incluso en un orden empresarizado el terabyte es la unidad máxima de almacenamiento de los formatos de generación y almacenamiento de datos habituales. A esta unificación la continúan y extienden los normativos y establecidos petabyte, exabyte y zettabyte. Estos normotipos son frecuentemente desconocidos por los usuarios pero es valioso, incluso cautivante, imaginar la enormidad y desmesura de datos que se esconden tras ellos. Al fin y al cabo, el zettabyte representa, hoy en día, la cantidad de datos utilizados en todo el mundo. La palabra zettabyte corresponde a mil trillones de bytes. Lo que hace que la predicción para 2025 sea de ciento ochenta mil trillones de bytes. Datos que según la Consultora Gartner, analizando las tendencias de mercado requerirán y demandarán proveedores hiperescalables que podrán crecer hasta un 50% debido al uso, la generalización y el establecimiento de las inteligencias artificiales y del cuantioso número de datos que requieren para su preservación y custodia.
El próximo emplazamiento de estas arquitecturas ocluidas, bunkerizadas e inconsútiles, parece será orbital, captando energía solar mediante paneles fotovoltáicos, los centros de datos se emplazarán en la órbita terrestre, ahora sí, como nubes cinéreas y aplomadas aprovechando la falta de gravedad y la ausencia de aire. Más cacharrería circulando por la atmósfera, por la capa de gas de un cuerpo celeste enrarecido por un vertedero satelital inmune al viento solar.
Microsoft, Alibaba Cloud, Google, Amazon… monopolizan estas nuevas deidades lo registran, lo acantonan todo, sin filtro, a sabiendas de que, en determinado momento, estos monopolios, estas empresas transnacionales se servirán de su información, aparentemente empalizada, para su beneficio. La nube, esa forma fundamentalmente blanquecina que se deshace sobre el fondo celeste y nucleario de la vida ha derivado en un orden panteísta. Pronosticarán los resultados electorales, las derivas económicas, los conflictos bélicos, tras el positivismo digital del Big Data, en la creencia de que los datos correctamente delimitados por la inteligencia artificial, por sus correlaciones y algoritmos pueden abortar otros caminos legítimos hacia el conocimiento, hacia el saber, hacia la cultura. La tecnología de la información y la computación en la nube son poderosas herramientas, pero no podemos sino estar atentos a determinadas operaciones que pueden generar una cultura de esencialismos. La nube, su motriz y poética redundancia que atraviesa algodonosa sobre un tenso nipi de fibra de piña, abacá y seda no es sino una forma de naturalizar aquello que, en modo alguno lo es.
Joan Vinyoli nos invitaba a no desear hacer nada de nada “salvo, leve, mirar el interior secreto del azul de la palabra”. Y se preguntaba si:
“¿Veremos las cumbres o un precipicio? No hagas preguntas lo que era concluye, el ya-no-ser comienza”.
Mucho antes, en el romanticismo, Fiedrich Schlegel concluía que:
“Si levantas la vista a nuestras cimas, cree el corazón vencer la gravedad y a los dioses de arriba desea lanzarse en vuelo. Así aupados los hombres, creen ya cruzar las nubes”.
Desde hace seis mil años, decía Teilhard de Chardin, “ha germinado alrededor del Mediterráneo una Neo-Humanidad, la cual acaba de absorber en estos mismos momentos los últimos vestigios del mosaico neolítico; es decir, el brote de otra capa, la más apretada de todas, en la noosfera”. Quizá el religioso, que no pudo publicar sus teorías a causa de la iglesia, fuera, como presuponen los ciberagoreros, un aceleracionista admonitorio que previó la informática en la nube, pero más bien parece que su noosfera, su atmosfera de pensamiento, alentaba no tanto una fuente de saber tecnocrítico como una fuente de saber tecnocrístico.
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